La velocidad con que el mundo cambia hoy nos tiene a todos desacomodados. Pasa en todos los aspectos de la vida actual y a la hora de la mesa también sucede. Aquella formalidad tan rígida de antaño, se ha diluido en favor de una libertad que el consumidor valora y exige. Ha perdido fuerza la obligatoria regla de carnes rojas para los tintos y blancos para las de aves o pescados. Se ha transformado en una convención que algunos siguen y otros no. Sin embargo hay costumbres que siguen vigentes, como que las carnes asadas o a la plancha, van bien con las ensaladas, que en cambio no son buenas compañeras de las pastas o los guisos de olla

Así pasa también con el vino para cada ocasión o cada plato, aunque todavía cierta lógica se respeta. Un par de ejemplos ayudan a entender. Al comienzo de un evento es habitual ofrecer una copa de bienvenida y a nadie se le ocurre, que sea de un tinto robusto y potente. El sentido común ayuda y por eso se estila un espumoso o un blanco frío. Hay consenso en que los vinos dulces se sirven con los postres, al final de la comida y tampoco se estila servirlos con un rack de cordero.

Es que el sentido común hoy talla a favor de la libertad de elección del consumidor y es el que aconseja que el sabor de un plato, no debe ser opacado por el vino. Unos langostinos al ajillo no maridan n con un tinto importante, porque su delicado sabor va a desaparecer. Un blanco frío o incluso un rosado, irán a la perfección con este plato tan apetecible.

La búsqueda de la armonía es muy importante y se trata de alcanzar en la música, las artes y el diseño. En el mundo del vino y la gastronomía apareció con fuerza no hace tanto y se le llama maridaje. Es una moda que no sabemos si se va a quedar, porque como con todas ellas, pasa que rigen por un tiempo hasta que aparece otra que la sustituye. Porque a menudo sucede que una combinación que para uno es un gran acierto, a otra persona no la conmueve.

Hasta hace unas décadas las cosas eran más simples. Para entender mejor aquellos tiempos, nada mejor que citar al famoso enólogo italiano Alberto Antonini. Antes de la pandemia y en una cena en Punta del Este nos contaba: “Cuando era chico y con mi familia vivíamos en Empoli, muy cerca de Florencia, en mi casa se bebía vino tinto en invierno y blanco en el verano. No existían las complicaciones y esas reglas que hoy día se manejan a la hora de sentarse a la mesa.”

La experiencia más radical hablando de maridaje, la llevó a la práctica en París, el sommelier Enrico Bernardo, impulsado por haber sido elegido el mejor del mundo en 2004. Decidió instalar su propio restaurante – Il Vino – con reglas muy originales y estrictas. El comensal debía elegir primero el vino y no el plato, porque era el cocinero quien debía encargarse de preparar un menú perfecto, en concordancia con la etiqueta elegida. Dicen los que pudieron ir, que casi siempre la sorpresa era completa y la degustación simplemente increíble.

Bernardo decía, cuando se le preguntaba cómo y por qué había llegado a plasmar esa idea: “Yo me identificaba con este sistema y para mí fue algo natural. Mi costumbre al ir a un restaurante, era elegir el vino y nunca elegir la comida; luego le decía al chef que hiciera el plato que quisiera, para acompañar el vino elegido. Nueve de cada 10 veces, el chef nunca sabía qué hacer con esta solicitud, por tanto le tocaba al sommelier de turno, aconsejarlo y guiarlo para llegar a un buen maridaje. Entonces, cuando abrí mi propio restaurante y como soy sommelier, pero también soy cocinero, decidí crear algo diferente y acorde con mi manera de encarar un almuerzo o una cena. Es una forma de vida para mí, una filosofía y me encanta hacer algo diferente.”

Fueron unos 15 años que esta innovadora experiencia funcionó a tope, deslumbrando a los entusiastas y curiosos que debían reservar mesa con semanas de antelación. No tuvo imitadores y una vez que esta novelería aterrizó, Enrico hubo de cerrar su restaurante para cambiar de rubro y abrir la tienda boutique Champagne&Vins, en Saint Germain des Pres.