Es muy común soñar con atesorar en casa buenas botellas. Pero encontrar un lugar no es fácil, ya que se necesita que sea oscuro, fresco y de una temperatura que no supere los 20 ºC. Por tanto está prohibido colocarlas arriba de la heladera o en un estante sobre la cocina. El recurso ideal para los que vivimos en apartamentos, es tener una pequeña cava enfriadora, pero pasado un tiempo y para los que quieran ir a más, el recurso les va a resultar insuficiente. Cierto que dentro de ellas las botellas estarán acostadas, para que el corcho se mantenga húmedo y hermético. La temperatura que se aconseja es que no supere los 14 ºC

En general la guarda es para los tintos, porque los blancos son más frágiles y obvio que casi nadie guarda los rosados. El dilema aparece cuando llega la pregunta de cuáles almacenar; porque las leyendas de las botellas no nos lo dicen. Cuando a mi me lo preguntan, digo que no vale la pena guardar los de un precio menor a $ 500, que son vinos para consumir dentro de los dos primeros años de su cosecha. Es una cifra arbitraria y tal vez injusta, pero es redonda y fácil de recordar.

Hay dos componentes esenciales que a los vinos les ayudan a ser longevos – el alcohol y la acidez – y todos los tienen. En los tintos se suman los taninos que previenen y demoran el natural añejamiento. Hoy el consumidor prefiere y busca la fruta y tal vez el aroma dulzón del roble, a diferencia de lo que sucedía antes, cuando en las etiquetas de los grandes tintos se destacaba que habían sido “añejados en grandes toneles de roble francés”. Era en los años 60 o 70 y al servirlos tenían un color tirando a marrón, que lucían orgullosos como símbolo de distinción. Cierto es que a medida que pasa el tiempo, se van amalgamando la fruta y el roble de los tintos bien acondicionados, para que aparezca una nueva fragancia muy distintiva a la que llamamos “bouquet”. De alguna manera es lo que busca el que colecciona.

Aunque hay un cuarto componente que también ayuda mucho y es el azúcar de los vinos dulces, tipo los tintos de Oporto o los blancos de Sauternes.  Son de los más longevos y los de Portugal se merecen esta anécdota inolvidable.

Estábamos en la Vinexpo 2007 de Burdeos con mis amigos Miguel y Omar, cuando supimos que quedaban lugares para una degustación de oportos organizada por la empresa Sogevinus. Corriendo fuimos hasta la sala señalada y por suerte entramos.  En la mesa y frente a cada uno, teníamos 8 copas servidas y debajo de ellas, un individual con las fechas de cada etiqueta. Todos los oportos de un color parecido al té, o sea, ya habían dejado de ser tintos y el más joven de 1957. Seguido por un 1947 y así alejándose en el tiempo, el más veterano era de 1890. Fue el que no me gustó por cierto amargo que le sentí al probarlo. Pero debo reconocer que me encantó el de 1900. Ciento siete años y tan campante!. Siempre digo que servido hoy en una cata a ciegas nadie podría acertar su edad.

El drama del coleccionista de vinos a diferencia de los otros, es que debe consumir su propia colección y al llegar el momento de elegir una de sus joyas, los sentimientos se chocan. Gran expectativa por un lado y cierto pesar por otro. Sobre todo si es la última botella de un gran vino, que ya tiene por ejemplo unos diez años y sabe que será imposible reponer.